Por Atilio Amerio
¡Quién hubiera dicho que Puccini murió sin poder concluir su opera Turandot! Uno disfruta escuchándola y tan sólo con el oído muy educado en la música puede detectarse el momento exacto en el que el genio de Lucca dejó trunca su obra. Sin embargo, el final feliz de la misma nos aleja del drama vivido por su autor.
En la década del cincuenta el país vive un momento de progreso económico y ascenso social. La plata alcanza y, a veces, sobra para darse algún gustito. Las señoras de mi barrio hacen ostentación de su ropa, pero no es suficiente con eso: también compiten por quién es capaz de pagarse la modista más cara.
Cuando acompaño a mi mamá a las compras, aunque el tema de modas no me interesa y hasta me parece de mariquitas, no puedo dejar de escuchar las conversaciones de las amas de casa.
– Qué me dice, cien pesos una pollera…
– Eso no es nada, ¡mi cuñada pagó ciento veinte por una blusa!
– A mí me dijo una señora que sabe que por el centro están cobrando doscientos la hechura de un traje sastre.
– ¡Dios mío! Mi marido gana cuatrocientos por mes, me parece un disparate.
Cuando volvíamos de la feria mi mamá me dice – Yo, para el compromiso de Sarita, el vestido me lo hago con Doña María. Ella cobra cincuenta y lo pago en dos veces… Prometéme que no se lo decís a nadie.
– Prometido.
Doña María la modista es una vieja encantadora que habita una sala alquilada de una casona de Constitución y Liniers, barrio de adoquines transitados por tranvías, poetas, tango y dos colores que se llevan en el alma.
Ingresar a su habitación es como entrar a un templo.
El más hermoso y ordenado desorden reina en su nido, la gran ventana a la calle entreabierta, las cortinas de puntillas, el piso de madera, el viejo ropero con su gran espejo biselado, la pila interminable de figurines de moda y restos de tela e hilos de diferentes colores desparramados por todas partes. Ella, con su cabello totalmente blanco con rulos, sus anteojos pequeños a punto de caerse, la marcada curvatura de su espalda que la hace aparecer como mirando siempre hacia abajo, y en el sitio de privilegio, como en el altar del templo, la vieja radio con el dial clavado en la misma emisora… y la ópera a bajo volumen. Este es para mí el principal atractivo, trato de acercarme lo más posible pero es inútil, no puedo entender nada. Una pareja de voces muy bellas que dialogan con música, nunca sé si se odian o se quieren; no logro interpretar qué les sucede pero me produce fascinación. Nunca me atrevo a preguntarle a Doña María qué es, aunque sé que ella escuchaba ópera todo el tiempo.
Tal vez a partir de aquel momento nació mi adoración por la lírica. A los nueve años, en el Colón de verano en Parque Centenario, me llevaron a verCarmen con Tota de Igarzábal. Dejó en mí un recuerdo imborrable. Pasaron los años y vinieron muchas más, aprendí a disfrutar a Verdi, Puccini, Rossini, Bizet y tantos otros, y en la madurez de mi vida a Wagner y Mozart. Este amor nació en aquellas tardes de pruebas de vestidos en la sala de Doña María la modista.
Hace unos meses estacioné mi auto en Humberto I y Boedo y, sin quererlo, caminando y recordando, llegué a la esquina de Constitución y Liniers. Estaba la vieja casa, bajo el llamador mano de bronce había un timbre.
Me hicieron pasar. Estaban los geranios, el jazmín del país y el loro. Llegué al patio de baldosas en damero, doblé a la izquierda, vi la puerta entreabierta y allí sentada cosiendo estaba la viejita de rulos blancos.
Con su acento mezcla de italiano del norte y porteño silbando las eses entre los dientes me dijo…
– ¿Como estás? Vos sos el hijo de la Eva, ¿no?
– Sí, doña María, soy yo.- Dije balbuceando.
– Y tu madre, ¿cómo está…?
– Ella ahora está en paz- contesté. – A usted la veo guapa.
– Ah, hijo… El año que viene cumplo cien…
– ¿Y don Alberto?
– Siempre con sus vitraux, visitando iglesias.
– Su radio es más moderna, ¿que está escuchando hoy?
– Eso me lo dirás vos, ya que te atreviste a preguntar…
No pude reconocer la ópera, eran muchas emociones y le respondí que no sabía.
– Bueno, andá a tu casa, revisá tu colección, y mañana me decís el nombre de la ópera, el tenor y la soprano. Mirá que te espero, eh…
Pasaron cuatro días como siglos. Cuando llegué a la esquina ya no encontré la casa, un moderno edificio de siete pisos estaba en su lugar. Me sentí confuso, fui dos veces a leer el nombre de las calles, no podía creerlo…
De pronto veo cruzar a una señora mayor con su bolsita del pan.
– Señora, disculpe, ¿usted vive aquí?
– Sí, señor, en esta cuadra desde que nací, hace ochenta y tres años…
– ¿Conoce a doña María la modista?
– Claro que la conocí… hace como treinta años que murió, justo dos después de don Alberto.
– Pero si yo el otro día…
– ¿Cómo dice señor?
– No, nada… Gracias, señora.
Caminé unos metros, me detuve, pensé un instante y volví sobre mis pasos. Me acerqué a la pared de mármol del edificio moderno y en voz baja le dije…
– Corelli y Montserrat Caballé, Turandot, tercer acto, justo cuando murió Puccini. Acerté. Chau, doña María, gracias… Hasta que volvamos a vernos…
Este cuento fue 2do. Premio en Narrativa, XIII Feria Regional del Libro de Chajarí, septiembre de 2015. El autor escribió bajo el seudónimo de Antonio Pizzi.