Por Aldo Vercellino
Enfrente de mi casa hay dos casas.
La de la derecha está enrejada en todo su alrededor: un murito gris con fierros paralelos verde inglés la entorna y le suma insipidez al habitual gris cuadrado de las paredes, sobre las cuales se distribuyen con desgana unas siete persianas blancas, que bien podrían no existir en tanto nunca son abiertas. Es mirarla y deprimirse. Cada tanto se abren dos puertas, y, aunque fuese mediodía, se escuchan cuatro trakatrakas de llaves y un chirrido de portón. Un perro con cara de tonto de color castor se ha pasado toda la vida ladrando para afuera, con comprensible odio.
La de la izquierda está conformada por tres o cuatro casa-piezas, de natural color ladrillo unas, emparchadas con cemento otras; blanca una, verde de enredadera, otra; informes, distintas todas. Improvisadas, sin embargo configuran una armonía de dominante cálido con acento vegetal y de ropa tendida, de tal modo que hace dudar de la inocencia del azar. Al contrario de aquella, no tiene vereda, sino que la calle, en un paso, se transforma en el patio de tierra apisonada, que es el centro del reino. Ahí se revuelcan gurises y adolescentes desde tiempo inmemorial, que van heredando el mismo triciclo y casi la misma cara trompuda desde hace décadas; de vez en cuando aparece uno medio rubión u otro de ojos claros pero se nota la trompa común inconfundible y un andar que les es propio. La música natural y constante es la cumbia y el reggaetón, a un volumen perceptible por el colectivo barrial; la natural de la otra casa es el silencio.
Los de la casa de la derecha periódicamente reclaman por un supuesto robo de alguno de los de la izquierda. Vienen un par de patrulleros, para un rato la música, husmean y no encuentran nada. Porque nada hay de importancia para nadie. El vecindario se asoma con cara acusadora y manos en la cintura, exhibiéndose para que le pregunten algo.
El de enfrente trata de zafar del compromiso de atestiguar, para no sentirse cómplice; si acaso lo agarran, dice que los ladrones están del otro lado de la reja, no de ese, y lo invitan a hacer silencio. -Es una formalidad nomás -dice el agente -usted tiene que firmar, no que opinar.
Pasado el trance, se reinicia el tumpchichitump.
Vuelven hoscos a traspasar las dos enllavadas puertas los de la derecha, los gurises de la izquierda a entierrarse las patas y a moquearse a gusto los cachetes.
Cuando viene la tía Nora, se cuida de los de la izquierda; al parecer algo en ellos le indica que le van a rayar el auto.
Los de la izquierda siempre están contentos y siempre listos cuando hay que compartir; infortunios, alegrías, trabajos, solidaridades y perezas, lo mismo da. Los de la derecha tienen aire acondicionado.
Ya se hace de nochecita y, como todas las nochecitas, los zánganos se amuchan en el patio y la vereda terrosa de la izquierda a chiflar y a reírse a boca abierta. Dicen los de la esquina que a drogarse; no puedo decir que no ni que me importe. Se los siente más humanos y más vivos, pero hay que admitir que la visión está teñida de empeñosa subjetividad.
Los de la derecha, con todo su emperifolle, son pobres.