Nadie que decide salirse del rebaño la está pasando mal. Yo entiendo que el ego de toda la manada se infla creyendo que, si alguien no entró, fue porque ellos decidieron expulsarlo de la tierra prometida. Pero no es así. Todo lo contrario. Quien se sale de la foto grupal es porque considera que su cara se le pierde en medio de tantas sonrisas igualitas. Chiquititas. Mediocrecitas”.
Lejos de querer pasar desapercibido, la oveja negra, sabe que la potencia de su identidad la eleva por arriba de los techos de la repetición del vacío de lo mismo que, en definitiva, no aporta nada.
Nadie que se va de dónde no se siente parte, fracasa. Lejos de eso, quien se atreve a chocarle la cara a la comodidad, festeja la confianza de saber que no necesita de discursos prestados para hacerle gala y homenaje a su propia vida.
Los distintos ganan siempre porque deciden de antemano no pelear una batalla que no les interesa. Que no los nutre. Que les queda insulsa.
Nadie se acuerda del rebaño. Sin embargo, mientras todos andan cuchicheando la vida de la pobre oveja negra, ella ni siquiera pretende salir a defenderse.
Digan lo que digan, al fin y al cabo, siempre la oveja negra es la reina de todos los cuentos.
Y eso es algo que el rebaño no perdona. Por eso la bronca. Por eso la crítica. Por eso la violencia. Por eso el desprecio.
No es la ovejita la que frunce el ceño. Es el rebaño el que patalea porque se siente abandonado. Y tiene razón. Fue dejado y rechazado para poder evolucionar y trascender.
Ni más ni menos, que para ser libre. Por eso la saña. Por eso la envidia.