Mi mamá siempre nos perfumaba. Para ir a la escuela, para salir, para ir a misa, o para algún cumpleaños, nos ponía una colonia que tenía un aroma particular. Aún hoy la recuerdo, es que, a decir verdad, impregnó mi vida, de eso no tengo dudas. Primero humedecía su dedo índice y luego con una delicadeza nunca vista, nos tocaba suavemente detrás de las orejas, en la nuca y en las muñecas. Decía que esos eran los lugares en donde el aroma te envuelve, penetra y se hace uno en la persona. Para ella era un ritual, parecía que el tiempo se detenía y en esos instantes, que para mí eran eternos, yo sentía que ella se transportaba a otro lugar, que ese aroma le pertenecía desde siempre.
Todavía recuerdo como cerraba los ojos y en cada gota de ese perfume, siempre el mismo, comprado en la farmacia del barrio donde vivíamos, yo sentía que se le iba la vida, su vida.
Con mi hermana pensábamos que la manera en que nos perfumaba obedecía a su obsesión por los olores, no podía aceptar que nuestra ropa, nuestro pelo, nuestra casa no huela “bien”, como decía ella. Pero, con el correr del tiempo nos fuimos dando cuenta que esa necesidad a sentir aromas no se debía a su obsesión, sino a su propia historia dejada, y estoy segura olvidada, cuando apenas era una niña, en una zona lejana para nosotras, que vivíamos en el medio del cemento, el ruido y el olor a humo.
Cuando fuimos creciendo, también, nos dimos cuenta, que nunca cambiaba de colonia. Pensábamos que era por lo barata y la botella de plástico, en ese entonces no se podía comprar de vidrio y menos otra cara. Pero lo que sí sabíamos con mi hermana era que podía faltarnos cualquier elemento de higiene, pero nunca la Colonia Fresh “Flor de Azahar”.
A ninguna de las dos nunca se nos ocurrió preguntarle qué sentía o qué emoción o sentimiento anidaba en su corazón cuando nos perfumaba, porque era evidente, por el cerrar de sus ojos, por como respiraba, y hasta mi hermana llegó a decir que vio un par de veces como las lágrimas aparecían, que ese aroma representaba para ella mucho más que un perfume. Nosotras siempre apuradas, queríamos que termine para irnos, pero ella delicadamente se tomaba el tiempo necesario para que el aroma impregne la pieza donde dormíamos las tres.
Sólo fue hace un tiempo atrás, cuando ya en su lecho de muerte nos contó esta historia y que hoy con mi hermana tomadas de las manos, casi abrazadas, frente al rancho que la vio nacer podemos memorar. Envueltas en esta primavera, de unas tierras que para nosotras eran lejanas, distantes y remotas, rodeadas de hileras de naranjas y mandarinas, de azahares blancos, perfumados, de texturas suave en plantas verdes, que asoman en filas perfectas que se alinean obstinadas en la tierra.
Así empezó su relato mi madre. Con tono suave, con sus ojos celestes, brillantes como nunca, recostada en la misma cama de siempre, tapada con la única colcha tejida que le quedaba de su abuela y perfumada con la misma colonia de azahar que uso toda su vida. Su voz, casi inaudible, sonó nítida, fuerte y segura. Nosotras sentadas a su lado nos hicimos puro oído y asombro, nostalgia y emoción, que se fue transformando en revelación, junto a lágrimas que caían, ante cada palabra de aquella tarde compartida.
-Corría el año 1935, casualmente también una primavera, coincidentemente con mis siete años, cuando llega a la casa grande un oficial, bien vestido de traje negro y corbata azul, zapatos oscuros y sombrero alto, todavía recuerdo el marco redondo de sus anteojos que bordeaban sus ojos negros, diciendo que era un funcionario del gobierno de Agustín Pedro Justo, el Presidente de la Nación, quien había ganado en las últimas elecciones, apoyado por la dictadura militar en lo que se denominó La Década Infame, por la corrupción y el fraude electoral. Él había llegado al poder como candidato de la alianza denominada La Concordancia, que estaba integrada por radicales antipersonalistas, conservadores y socialistas.
El funcionario de turno entró altanero, amedrentando, ordenado y con tono firme exigiendo sacar las plantaciones de vid y los olivos que eran nuestra vida, nuestro trabajo, con lo que comíamos y vivíamos en tiempos donde la escases mandaba y la pobreza abundaba. Es que la Ley 12.137, sancionada en la navidad del año anterior y publicada en el Boletín Nacional el 11 de enero de ese año, imponían quemar todas las plantaciones, que solo la región cuyana contaba con la potestad de cultivar vid y nuestra región debía comenzar a plantar otras frutas, cítricos decía y nosotros no sabíamos de qué hablaba.
Todavía recuerdo a papá desorientado, sin saber qué hacer, cómo hacer. Empezar de nuevo repetía, porque no entendía y se murió de tristeza sin entender los motivos, si es que los había, de semejante atropello. Él lo único que quería era trabajar, labrar la tierra heredada de sus ancestros venidos de Italia.
Recuerdo que en toda la colonia se hablaba de lo mismo, la tristeza abundaba, la desazón formaba parte de nuestros días y la incertidumbre ante el nuevo monocultivo no ayudaba a sentirnos mejor. Me quedó grabada en el corazón la tristeza del rostro de mi padre de aquellos días. La sonrisa hermosa siempre presente en su rostro se borró y no recuerdo habérsela visto nunca más.
El funcionario dijo e insistió que sería fácil, que al año estaríamos cosechando y que las plantas enseguida darían frutos, naranjas, mandarinas, que todo el país comería y que serían vendidas a un precio razonable en un mercado que también se formaría.
Pero paso un año, dos, tres y eso no sucedió. Cada primavera las plantas florecían con sus azahares blancos, con ese aroma que inundaba nuestros días, impregnaba nuestros espacios y se sentía en la piel, pero las frutas demoraban y demoraron en aparecer.
Recién en las décadas del ’60 y del ’70, la región alcanzó una alta calidad de producción, con excelentes rendimientos en las cosechas que hasta se pudieron comercializar en mercados internacionales, pero para eso faltaban 30 años y una vida de sacrificios que yo no alcanzaría a ver.
Así fue que tuve que buscar otro destino, porque mis hermanos varones quedaron a cargo y con sus familias ya tenían bastante. No hay lugar, ni trabajo para vos, me dijo el mayor de todos, un día mirando el horizonte, porque no tuvo la entereza de decírmelo a los ojos. Sabía que si me iba nunca más nos volveríamos a ver y no se equivocaba, lo único que yo hasta entonces no lo sabía.
La gran ciudad me esperaba, sola, desconocida, con un trabajo en casa de un estanciero vecino, que no tardo en embazarme y en despedirme por la deshonra que ocasionaba una mujer encinta sin marido conocido.
Esta situación se sumaba a la vivida en mi casa paterna, donde los únicos con voz de mando era los hombres, los que podían decidir y elegir sobre tu vida y la de tus hijos. Los que podían disponer de tu cuerpo y al caso de tus entrañas como dueños absolutos de tu vida.
Pero lo que siempre supe es que eso no sería eterno, que un día las mujeres podríamos disponer, decidir, opinar, votar, hasta estudiar en la universidad y lo pude ver en ustedes hijas mías. Lo que añoré y lloré en aquellos años de soledad e injusticia, de desolación y tristeza se esfuman al verla a ustedes, formadas, altivas y seguras.
Claro que no toda la vida fue una triste letanía, a los meses llegó quien se convertiría en padre de las dos, el amor hecho persona que supo acompañar mi tristeza, que menguo, cuanto pudo mi dolor del destierro y de los desaires sufridos por ser mujer, pobre y sola. Él supo cobijar mi corazón, formar esta familia, luchar por los mismos ideales que los míos y defender cada una de los principios de las que estaba convencida. Así fue que ustedes crecieron en esta casa que se convirtió en nuestro hogar, que las vio nacer y crecer, que las vio hacerse mujeres luchadoras de las ideas que hoy las hacen libres.
Aquí, supimos forjar nuestro destino, entrelazando el pasado con el presente y soñando un futuro mejor para ustedes. Pero las alegrías y la felicidad se esfumarían, una vez más, cuando su padre, mi compañero entrañable, nos deja tempranamente a causa de esa enfermedad que lo consumió para siempre, a pesar de su tesón y de su lucha incansable.
Por mi parte nunca pude olvidar la tierra que me vio nacer y donde quiero que me esparzan cuando mis restos no sean más que cenizas, cuando mi corazón deje de latir en esta tierra, porque seguiré siempre con ustedes, eternamente abrazadas, entre risas y palabras, entre abrazos y complicidad, con la alegría que las tres sabemos compartir.
Ustedes, hijas mías, son el fiel reflejo de la lucha por lo que quieren, porque alzan las banderas de los derechos de igualdad sabiendo que aún nos queda mucha equidad por conseguir. No se rigen por estereotipos, ni roles de género, saben que pueden y van tras ello. Se reconocen con la sangre de aquellas que dieron su vida por conseguir estos derechos y no las olvidan. Cuando las miró a los ojos, veo las mismas ansías que añoraba cuando tenía su edad, reconozco en las palabras de ustedes, los mismos pensamientos que me acompañaban en aquella época y que reprimía, pero convencida que, aunque soy una mujer del siglo pasado, los podría ver, lo que no sabía es que tendría la dicha de verlo en mis hijas y eso sí lo siento como un regalo de la vida.
Ahora conocen los desvelos de una madre, la historia de sus padres y la necesidad de contar los días hechos memoria.
Pasaron unos meses del relato de mi madre, y hoy en esta siesta de primavera entrerriana, abrazadas con mi hermana frente lo que queda de la casa paterna que fuera de su familia, en donde los aromas nos penetran, nos inundan, como cuando éramos niñas y mamá nos perfumaba. Como cuando la Colonia Fresh “Flor de Azahar” formaba parte de nuestros días, hoy este aroma cobra un sentido único de amor eterno hacía vos, de pureza y de fidelidad que es lo que significa esta flor. Nos sentimos conectadas con este suelo que la vio nacer y que a partir de hoy también tendrá sus cenizas, como ella deseaba, como quería que fuera y porque hoy estamos segura nunca se fue de aquí, “porque al fin de cuentas uno es de los lugares donde alguna vez fue feliz”.
Autor: Cecilia Capovilla
Lic. en Comunicación Social