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12 mayo, 2016

La crecedora

Por Aldo Vercellino
Ilustracion Aldo Vercelino
En ciertos días María estaba más petisa que otras veces.
Eso es raro: que me digas que el pelo le crece o decrece, vaya y pase, que volúmenes se alteren, es natural, pero lo de la estatura no lo entiendo.

El otro día, justamente, la vi, a la altura de ojo a ojo. Se deduce que estaba petisa. No me entusiasmé demasiado, ni mucho dije; saber que en menos de lo que dura la voluntad la tendría engrandecida, puso distancia de escepticismo. Así que hablamos de cualquier cosa que supiera a nada: que esto, que lo otro, que adiós, en fin: fin. Lo de siempre. No puedo dar el nombre de María, quien, por supuesto, se llama de cualquier modo menos María, por decir un nombre universal.

Tampoco la historia, incompartible, me fue revelada por testigo alguno que no fuese yo mismo,  ni, hay que decirlo, en la misma ciudad, si bien la no nombrada es autóctona, con todo lo que eso implica: en términos generales, tiene cara y porte de chajariense del Sur. Nos abstendremos, por el momento, de describir los términos generales que definen a una oriunda, que no vienen al caso.

Ya desde el primer encuentro la vi oscilar entre lo castaño y lo rubio, pero no dije nada al respecto; me limité a preguntarle quién era, entre ofuscado y  alegre. “Quién sos”: parece una acusación. Contestó con lógica su nombre, que no es María, lo paladeé y ahí quedé, con la actitud de quien descubre en la multitud a alguien que se va a meter en nuestra vida, querámoslo o no. Y la de quien sabe que las vallas de la voluntad propia serán endebles para contrarrestar lo inevitable. Dije “Ah”, y María, que entonces tenía una estatura razonable, creció siete centímetros, sonriendo.

También engordaba y enflaquecía en cuestión de minutos, pero es lo de menos.

Cerca de la plaza Urquiza le observé una vez que estaba más tetona (o menos, no recuerdo bien) y dio explicaciones inverosímiles que hice como que aceptaba.

Después de aquella vez a partir de la cual confié, desesperado, en el azar, me fue dada su aparición, con excusas intrascendentes, en un lugar muy blanco. Estaba entonces petisa; lo atribuyo a su astucia, a cebo; dije que sí a no sé qué cosa en la que convinimos. En esa no sé qué cosa en la cual convinimos e hicimos, varió entre alta y petisa, entre cerca y lejos, entre asible y resbaladiza, y desapareció. Desaparecí de mí en el paréntesis, desconfié del azar por considerarlo insuficiente y paladeé, una vez, más, mientras tanto, su nombre, que no era ni es María.

Una vez, tan pequeña estaba, que la tuve en un puño. Eso fue en el Barrio San Clemente.
Hube de ser cauto y suave, al contrario de cuando estaba ella grande y me veía forzado a epopeyas. Como quien fríe pececillos o manipula flores, lo que se engrandece es el espíritu; se hace dependiente y olvidado de sí: es todo otro, es universo comprensivo desapegado, empequeñecerse para ver lo minúsculo, hacerse breve y fugaz, una mímica de lo eterno.

Al cabo, la crecedora era una enseñanza, y poco a poco aprendí el mecanismo: crecía con palabras y sentimientos de amor; decrecía con desdén. Ahí la iba llevando, sin descuidos. Si crecía mucho, se hacía inabarcable e inalcanzable y por dejadez verbal podía desaparecer.
Probé hacerla crecer y crecer hasta donde llegase; supuse que en un límite explotaría.

La amé y la amé, diciéndolo o sin decirlo, sin hesitar ni decaer.

Grande fue mi sorpresa, ya que, llegado a cierto límite no explotó ni se esfumó, sino que… desaparecí.

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