Se acercó a Mónica y entre la alegre melodía, tomó sus manos y bailaron como en el medio de una pista. Así, con movimientos rítmicos, animados, la llevó hasta el “Office” de enfermería y le aplicó una dócil inyección. Mónica se dirigió a su cama de entre una hilera y se acostó a dormir. Yo no podía salir de la sorpresa y la fascinación por presenciar una escena tan fantástica. Una historia real escrita por el Psicólogo Sergio Brodsky.
Por Sergio Brodsky (Psicólogo – MP243)
Entumecido de frío, mis movimientos eran como esos témpanos que se desprenden de las grandes masas de hielo. Aún no había amanecido y los reflectores del “micro del personal” iluminaban parcialmente el camino de ripio que separa el pueblo de la Colonia Psiquiátrica. Iba a ser mi primer día de trabajo en un Hospital Psiquiátrico, el primer contacto con ese universo fantasmagórico y el cielo gris encapotado cubría la noche como una gran manta. En ese ambiente glacial, mi rostro azul, mi cuerpo trémulo, se esforzaban en disimular el pavor de mi imaginación que, sobresaltada, veía fantasmas por aquí y por allá. El atávico miedo a la locura era, ya en mí, indisimulable, y se confesaba en la voz trémula y quebrantada con la que apenas desprendía algunas palabras.
Detrás de la ventana de una oficina había un vidrio. El grupo de trabajadores estaba reunido alrededor de la estufa para conjurar la temperatura bajo cero. El cristal dejaba ver el playón que separa las salas del psiquiátrico. Como una aparición espectral, caminaba Mónica, sola, con su imponente cuerpo desnudo, lustroso, indiferente a la hostilidad del viento. “Esa paciente es peligrosa, violenta”, me informaron casi al descuido.
Con el tiempo comprendí que la “peligrosidad” de los “locos” fue un invento de la modernidad, salido de la boca de Pinel para justificar su encierro y aislamiento. Un ardid para resolver la contradicción con que la locura enfrentaba el lema “Libertad, igualdad, fraternidad”.
Es que había algunos hombres que no eran tan iguales. Aquellos que perdían la razón, facultad que definía lo humano, se asemejaban más a las fieras salvajes que había que aislar. Así nació el manicomio y la idea de peligrosidad de los “enfermos mentales”.
Ya la claridad y el temor habían entrado conmigo a la” sala C”. Mónica musitaba despacito palabras incomprensibles mientras caminaba nerviosa. Enseguida comenzó a golpear a otras pacientes y a gritar enfurecida (1). Todos huían despavoridos como si se hubiera desatado un incendio. Menos un hombre de pulcro uniforme blanco que, casi cansino, se dirigió a un grabador y lo encendió parsimonioso. Se acercó a Mónica y entre la alegre melodía, tomó sus manos y bailaron como en el medio de una pista. Así, con movimientos rítmicos, animados, la llevó hasta el “Office” de enfermería y le aplicó una dócil inyección. Mónica se dirigió a su cama de entre una hilera y se acostó a dormir. Yo no podía salir de la sorpresa y la fascinación por presenciar una escena tan fantástica.
Así conocí a Adriano.
Enseguida me ofreció unos mates que compartimos mientras repartía amorosamente dulces a sus “regalonas”, es decir, aquellas pacientes que tenían ciertas preferencias. Ese día me contó que era el jefe de la “Sala C”, sala de mujeres.
Fumando un cigarrillo tras otro me detalló con naturalidad su extraordinaria historia. En su juventud sufría una grave epilepsia, con convulsiones a repetición y algunas otras afecciones emocionales en las que no abrevó demasiado. Desesperados sus padres buscaron ayuda por todo el país.
En Concordia, un afamado neurólogo les propuso realizarle una lobotomía, una cruel cirugía en la que se secciona un lóbulo cerebral, es decir, se rebana una parte del cerebro. El resultado de esta siniestra operación es la muerte psicológica del paciente, transformado en una planta. Es tal vez uno de los más sádicos inventos para castigar y reprimir la locura que se haya inventado, dentro de una larga lista. Increíblemente su creador, Egas Moniz recibió el premio nobel de medicina en 1949.
Por fortuna, sus padres insistieron en la búsqueda de otras soluciones, hasta llegar a la Colonia Psiquiátrica de Federal. Allí conoció a Raúl Camino quien sugirió internarlo en la Comunidad Terapéutica.
Camino fue para Adriano, más allá de su Psiquiatra, un padre, un modelo, un Maestro de la Vida que lo introdujo en el universo de sus posibilidades, de sus potenciales empresas, en la potente e irrenunciable dimensión del deseo y del sentido. Participó del programa de tratamiento, de las asambleas comunitarias, de la terapia ocupacional, donde pronto fue inclinando su vocación hacia la enfermería. Camino lo alentaba. Pudo ver en él algo más que un cerebro enfermo. Vio en Adriano una empresa oculta.
Como decía Sartre: “En todo padecimiento humano se encuentra oculta alguna empresa”.
Pudo ver en un “loco” a un enfermero.
Es en esa intervención ética, pero fundamentalmente poética donde residía la enorme eficacia terapéutica, la maravillosa práctica humana de Raúl Camino.
“Poesía, lo imposible se hace posible”, decía Federico García Lorca. El acto poético de Camino convirtió a Adriano en enfermero.
Al tiempo Adriano se fue de alta, se formó en la Cruz Roja y volvió al Psiquiátrico para ayudar a sus ex compañeros a transitar su dolor y a llenar, él también, de poesía esos territorios destinados a la muerte. Poco a poco nos hicimos muy amigos. Adriano me enseñó la importancia decisiva del vínculo con los pacientes en su recuperación. Del trato respetuoso y afectivo hacia esos seres desolados, angustiados y sufridos. Su bonhomía, su enorme simpatía y su verborrea característica acompañaban largas jornadas de charlas, mates, risas y aprendizajes.
La historia de Adriano, su deslumbrante tránsito de paciente internado a enfermero extraordinario, sintetiza los principios y la esencia de la Comunidad terapéutica de Camino, aquella fe en el hombre que lo impulsaba a ver una empresa por desarrollar detrás del padecimiento mental, aquella trova desparramada, en los casos felices, por los países de la sin-razón.
Un día Adriano se fue, estuve con él casi hasta lo último. Se fue así dejando su aura mágica, su fabuloso legado de amor, aquel que lo convirtió en el mejor enfermero que conocí en mi vida.
Un tiempo antes, tal vez premonitoriamente, escribió su admirable y estupenda historia para que la plasmemos en la revista “Revuelo en el altillo”, narrada en primera persona, teñida de las apasionadas emociones que llenaron su vida de amor.
NOSTALGIAS DE LOS MEJORES TIEMPOS (Por Adriano)
El 18 de octubre de 1973, ingresé como paciente a lo que, según después me enteré, era la mejor institución de ese tipo en Sudamérica. Estaba dirigida por el Dr. Raúl Camino. Mi diagnóstico es Epilepsia temporal. Pasaron dos años y medio en los cuales viví internado, teniendo permisos para salir al hogar de mi familia cuando lo deseara. Viví dentro del Hospital la experiencia de la comunidad terapéutica laboral desde el punto de vista de los pacientes, en la que cada reunión era muy diferente, pero todas llevaban a los pacientes a ir muchas veces sin que se los invitara, por ser el lugar donde teníamos voz y voto. Generalmente dirigía las asambleas el Director, hombre de mucha habilidad para este tipo de reuniones, creo que eran la base para que este Hospital llegue a tener un 83% de las altas en un período anual. En esas asambleas pedíamos la palabra y teníamos derecho a hablar, decir, y hasta muchas veces denunciar situaciones o personas, lo que permitía que el personal generalmente cuidara la forma y/o el trato hacia los pacientes, ya que en las asambleas se evaluaba y sancionaba con el voto popular de los pacientes a los internados y al personal que podía haber cometido una falta o desliz. Casi el 90% de los pacientes trabajábamos, en media o una jornada completa. Se cobraba un peculio, muy importante para los pacientes, que para la mayoría representaba el único ingreso. La responsabilidad de que los pacientes concurran a cumplir horario y tareas, correspondía al sector terapia. Personalmente comencé a trabajar con los enfermeros, para mí, el mejor lugar. Con ellos hice mis primeros pasos.
En 1980 ingresé como alumno regular en la Cruz Roja en la ciudad de Concordia. La experiencia adquirida desde mi ingreso hasta que comencé el curso de enfermería, me sirvió para darme cuenta de qué poco era lo que sabía y cuanto había que aprender para llegar a entender a los internados y a su vez, a facilitar mi trabajo.
En el año 1976 entré a trabajar en planta permanente. Ahí pude apreciar la diferencia en las asambleas entre los pacientes y un miembro del personal. Esta experiencia hizo que sintiera mucho más amor y respeto por los pacientes, hay que estar en los dos lados, como yo estuve, para saber qué es lo que se siente interiormente. Yo puedo decir que mi experiencia me dejó mucho más abierto al buen trato y cariño hacia los pacientes. Comprendí su soledad y sus ansiedades y a respetarlos como seres humanos, comprendí que mi función era producir salud para que los pacientes salgan de alta, algo muy gratificante, aunque muchas veces la parte afectiva nos traicionaba, yo no quería que se vayan. Este paraíso duró poco tiempo.
A fines del año 1976 intervienen la institución, nombrando un nuevo Director que rompe todos los esquemas que tanto el Dr. Camino nos había enseñado, sólo porque la palabra “Comunidad” y “Comunismo” se parecen al escribirla o decirla. El paciente, a partir de allí, pasa a un segundo plano, ya no era lo más importante trabajar para él. Cerró “Terapia” y todos los talleres que funcionaban dentro y fuera de ella. El paciente dejó de trabajar, no porque quisiera, sino por la falta de medios. Se terminaron las obligaciones, al no tener más peculio. Los enfermeros pasamos a ser solo el brazo ejecutor de las órdenes del Director, con quien prácticamente no teníamos diálogo. Los pacientes en ese entonces eran cerca de 500 y solo había 36 enfermeros repartidos en cuatro turnos. Lo que más se nos exigía era la limpieza de las salas. Los pacientes enfermos clínicamente tenían poca atención. En esta transición, el paciente fue el que más sufrió, lo hizo saber quejándose y muchas veces poniéndose agresivo, a lo que el Director respondió sobre medicándolos. Era doloroso verlos en el piso, durmiendo todo el día, y nada podíamos hacer por ellos, seguros de que nos podía costar el puesto. Vinieron después otros directores, algunos con la idea de remontar las viejas glorias, pero nadie lo logró, a pesar de que el paciente pasó de nuevo a ser considerado una persona y a ocupar un primer plano en la Institución. No creo que se pueda recomponer con la política tan metida dentro del ámbito de la salud.
(*) Sergio Brosdy. MP243
Una persona con padecimientos mentales puede desarrollar una crisis de excitación psicomotriz acosado por alucinaciones y delirios, pero eso dista de la peligrosidad que se le atribuye. El paciente con padecimientos mentales no representa ninguna peligrosidad.
Esta nota fue originalmente publicada en Diario Junio,