Por Mauricio Gallo
Con frecuencia solemos escuchar en los pasillos de las escuelas: “no puedo más”, “no estudian”, “no les importa nada”, etc. Pareciera que la tarea de educar es una utopía, un imposible en nuestra sociedad posmoderna.
La casa tomada, de Julio Cortázar, nos permite ilustrar metafóricamente la necesidad de salir de un sistema del cual se hace cada vez más difícil habitar. En dicho cuento se relata cómo dos hermanos son expulsados de su propia casa familiar a causa de “algo” que se va apoderando de ella, desplazándolos poco a poco a lo largo de las habitaciones de la casa, hasta la calle. Las bases de la escuela moderna fueron construidas con ladrillos metafísicos, con pretensiones de perpetuidad y universalidad. Los cimientos de la vieja casa (el orden, la disciplina, la homogeneidad, el maestro como poseedor único del saber, la idea de una cultura universal, el tiempo monocrónico, etc.) no posibilitan la comprensión de los nuevos acontecimientos epocales y de las nuevas subjetividades que irrumpen en el escenario escolar. Es difícil habitar en una casa en donde quienes lo intentan se vuelven extranjeros, extraños a ella.
Ante la crisis del proyecto ilustrado de la modernidad, la escuela moderna como aparato de reproducción del saber y de violencia simbólica, también se desvanece. Sin embargo, subsisten relatos que, quizá de forma inconsciente en el sentido bourdesiano, intentan sostener las estructuras de la escuela monocrónica.
El supuesto de la inclusión, presente en la actual ley Nacional de Educación 26.206, se naturaliza discursivamente como algo aceptable entre los docentes. Lejos de consentir en todo y de manera acrítica, Henry Giroux nos recuerda que el docente debe ser en un intelectual transformativo, que no sólo sigue las modas pedagógicas y curriculares sino que las piensa y las deconstruye.
¿Es posible incluir en una institución que fue creada para objetivos y sujetos de otro tiempo?, ¿Qué entendemos por incluir?, ¿Qué el diferente se adapte a nuestros esquemas y parámetros de normalidad?, ¿Qué esté adentro? Si es así, ¿Qué sucede con el afuera? En la lógica de la inclusión se esconden los mismos supuestos filosóficos e ideológicos de la escuela moderna, quienes “incluyen” lo hacen desde un discurso dominante y hegemónico. En este sentido, se tergiversa la noción de diversidad cuando incluir se piensa en el sentido de que el otro encaje en “nuestros” marcos de interpretación, de lo que consideramos verdadero-falso, normal-anormal, bueno-malo, etcétera.
Ese otro que deja su afuera para estar aquí adentro, se homogeniza, se iguala, creemos conocerlo en nuestras planificaciones pero sin embargo su cultura no es valorada como tal y no se le permiten ciertas formas de expresar su identidad (hay instituciones que prohíben a sus alumnos, por ejemplo, el uso de expansores porque así lo establece la norma institucional (norma que suele aparecer con el eufemismo de acuerdos escolares), luego es aplaudido por su talento “raro” que esporádicamente sorprende o simplemente queda bien en el guión de algún acto escolar.
La cuestión es: ¿Qué respuestas puede darnos hoy la escuela para aquellos que ya no encajan en su estructura? Ante el miedo de quedarse sola, la escuela nos va tomando como la casa de Cortazar, nos “incluye” (todo ciudadano debe ser escolarizado y por eso tiene que “estar en la escuela”) pero al mismo tiempo e implícitamente nos excluye, no se permite el cambio, el caos, lo que sale de la norma, pese a que el mundo para el cual dice prepararos es contradictorio y fluctuante como el río de Heráclito.